miércoles, 16 de marzo de 2016

Diario de un exiliado

Acababa de finalizar la interminable carrera de historia y ahí estaba yo. A mis veintitrés años sumergido en la plena cola del infierno o también llamado INEM. Ahogado por las innumerables facturas que acechaban la puerta de mi casa como hienas insaciables. Ante esta penosa situación y el decadente futuro que me esperaba en aquel supuesto país primermundista. Tenía mil y un sueños que cumplir, mil y una épocas que investigar sin embargo, los escasos recursos otorgados por el gobierno provocarían en mi lo que se conoce popularmente como “devolverme a la puta  vida”. Decidí olvidarme de todos los males de la mejor forma posible, con una buena noche de cerveceo.
¡Buena idea! Pensé, irse de cerveceo sería la mejor salida pero la realidad me había devuelto a  mi sitio de nuevo. Ahí volvía a estar yo, calentando la silla del bar mientras bebía aquel manjar de dioses. Ese manjar que era como mis ahorros, tan pronto estaban, tan pronto pasaban a engrosar la cuenta de un goloso banquero. Pero algo cambió esa noche. Un ofrecimiento por parte del camarero me haría pasar una buena noche. El nuevo producto S.E.T.A me dejó efectivamente, cojonudo. Caí al suelo rotundo llevándome un santo golpetazo en la nuca que sí, me hizo pasar una agradable noche, debido a que antes de caer, ya había lanzado cuatro maldiciones a algún dios pagano.
Desperté en un suelo frío y hecho de arena con un dolor de cabeza proporcional a la lívido que ya debería haber bajado. Me levanté con cierta dificultad y dije con una sonrisa que me iluminó la cara:
-Joder, al final la noche no ha salido tan mal, el barman no me ha cobrado las cañas así que, dentro de lo malo, soy un cabrón con suerte.
Observé mí alrededor, un sol resplandeciente se hallaba sobre mi cabeza iluminando todo mi alrededor. Campos y campos de arroz vacíos rodeaban el camino en el que había despertado pero la verdadera joya histórica se hallaba delante de mis ojos. Un Torii budista del siglo segundo de la época Edo. ¡Menuda maravilla! Exclamé. Todos estos años de arduo trabajo habían servido para identificar tres palos de madera y mil botes de pintura roja, irónica realidad. Crucé el portón en busca del ansiado templo budista que esperé que fuera antiquísimo. Mi cuerpo entero tembló de la emoción pero para desgracia mía lo que encontré no fue exactamente eso, lo me hizo volver a creer que necesitaba una experiencia romántica o en su defecto, un buen trabajo. Lo que descubrí no fue exactamente un templo budista, más bien fue todo lo contrario. Una batalla campal entre dos clanes yacía bajo mis ojos. Por el icono de sus estandartes de guerra pertenecían a los Anbu y a los Shin-ra, los cuales se hallaban en una enorme planicie de hierba fértil adornados por unos pocos cerezos en flor. La situación en la cual me encontraba me resultó tan surrealista que espero que sepáis que ocurrió. Exacto, ¡Bendita y divina realidad! No estaba en fabuloso Japón de la era Edo, sino en mismo bar ruinoso de antes, con la jarra en la mano, con las mismas deudas de antes y ¡Oh sí! con la lívido tan alta como la de un adolescente de dieciséis años. Así que no hay mejor forma de acabar que diciendo, ¡Viva España!



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