Acababa de finalizar la interminable carrera de historia y
ahí estaba yo. A mis veintitrés años sumergido en la plena cola del infierno o
también llamado INEM. Ahogado por las innumerables facturas que acechaban la
puerta de mi casa como hienas insaciables. Ante esta penosa situación y el
decadente futuro que me esperaba en aquel supuesto país primermundista. Tenía
mil y un sueños que cumplir, mil y una épocas que investigar sin embargo, los
escasos recursos otorgados por el gobierno provocarían en mi lo que se conoce
popularmente como “devolverme a la puta
vida”. Decidí olvidarme de todos los males de la mejor forma posible, con
una buena noche de cerveceo.
¡Buena idea! Pensé, irse de cerveceo sería la mejor salida
pero la realidad me había devuelto a mi
sitio de nuevo. Ahí volvía a estar yo, calentando la silla del bar mientras
bebía aquel manjar de dioses. Ese manjar que era como mis ahorros, tan pronto estaban,
tan pronto pasaban a engrosar la cuenta de un goloso banquero. Pero algo cambió
esa noche. Un ofrecimiento por parte del camarero me haría pasar una buena
noche. El nuevo producto S.E.T.A me dejó efectivamente, cojonudo. Caí al suelo
rotundo llevándome un santo golpetazo en la nuca que sí, me hizo pasar una agradable
noche, debido a que antes de caer, ya había lanzado cuatro maldiciones a algún
dios pagano.
Desperté en un suelo frío y hecho de arena con un dolor de
cabeza proporcional a la lívido que ya debería haber bajado. Me levanté con
cierta dificultad y dije con una sonrisa que me iluminó la cara:
-Joder, al final la noche no ha salido tan mal, el barman no me ha cobrado las cañas así que,
dentro de lo malo, soy un cabrón con suerte.
Observé mí alrededor, un sol resplandeciente se hallaba
sobre mi cabeza iluminando todo mi alrededor. Campos y campos de arroz vacíos
rodeaban el camino en el que había despertado pero la verdadera joya histórica
se hallaba delante de mis ojos. Un Torii budista del siglo segundo de la época
Edo. ¡Menuda maravilla! Exclamé. Todos estos años de arduo trabajo habían
servido para identificar tres palos de madera y mil botes de pintura roja,
irónica realidad. Crucé el portón en busca del ansiado templo budista que
esperé que fuera antiquísimo. Mi cuerpo entero tembló de la emoción pero para
desgracia mía lo que encontré no fue exactamente eso, lo me hizo volver a creer
que necesitaba una experiencia romántica o en su defecto, un buen trabajo. Lo
que descubrí no fue exactamente un templo budista, más bien fue todo lo
contrario. Una batalla campal entre dos clanes yacía bajo mis ojos. Por el
icono de sus estandartes de guerra pertenecían a los Anbu y a los Shin-ra, los
cuales se hallaban en una enorme planicie de hierba fértil adornados por unos
pocos cerezos en flor. La situación en la cual me encontraba me resultó tan surrealista
que espero que sepáis que ocurrió. Exacto, ¡Bendita y divina realidad! No
estaba en fabuloso Japón de la era Edo, sino en mismo bar ruinoso de antes, con
la jarra en la mano, con las mismas deudas de antes y ¡Oh sí! con la lívido tan
alta como la de un adolescente de dieciséis años. Así que no hay mejor forma de
acabar que diciendo, ¡Viva España!
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